20090213


Dice Victoria Sau que el Crimen de la madre es el gran secreto de la Humanidad. Creo que después de 4000 años de matricidio (más o menos, según los sitios), las mujeres hemos empezado a tomar en nuestras manos la recuperación de la maternidad. La sociedad patriarcal se levantó sometiendo a la mujer, privándola de sus deseos e institucionalizando (Adrianne Rich) una maternidad corrompida. Una maternidad a la que se le sustrajo el impulso de la libido y se la desvinculó de la sexualidad, haciendo funcionar la fisiología del aparato reproductor de la mujer de manera robotizada, sin deseo ni placer (Merelo-Barberá). En general, nuestra sociedad se construyó sobre un tabú sobre el sexo que acabó con la sexualidad espontánea, para a continuación ordenar una sexualidad falocéntrica (y falocrática); esta ordenación patriarcal de la sexualidad suprimió de manera específica, toda la sexualidad no falocéntrica de la mujer, incluida la sexualidad vinculada a la maternidad. Freud lo resumió asegurando que sólo había un sexo y que la mujer era un varón castrado (no creo que nadie haya descrito de manera tan cruda la devastación de la mujer y el vacío de maternidad). Simbólicamente, la serpiente que durante milenios había representado la sexualidad y la libido de la mujer, se convierte en el demonio, en el peor de los males posibles, y las primeras leyes sobre la propiedad y la paternidad adoptiva se graban sobre un falo de basalto de más de dos metros de alto (1850 a.c) que se conserva en el Museo del Louvre. Nuestra libido, nuestros deseos profundos se codifican en términos exclusivamente falocéntricos, y las otras eróticas desaparecen. El deseo del cuerpo a cuerpo con la madre, la pulsión vital básica humana por excelencia, fue codificado como coital y falocéntrico; fue calumniado, insultado, condenado a los infiernos, desterrado al Hades y enterrado con todo el peso del tabú del incesto; y al mismo tiempo se inventó la lascivia femenina, y se calumnió, se insultó, se condenó y se enterró, con todo el peso de la Ley encima, la percepción misma de la verdad de nuestros cuerpos y de la función benefactora de su libido. La verdad de lo que somos las mujeres quedó fuera de nuestra imaginación. Porque al negársenos el cuerpo materno-y su deseo- se nos niega la conciencia de nuestro propio cuerpo –y de nuestros deseos- (Luce Irigaray); es una violencia interiorizada que niega nuestras pulsiones corporales para contemplarnos a través de ese filtro que es la mirada falocéntrica del hombre (Lea Melandri). El orden falocrático inconscientemente asumido, codifica el deseo, despieza nuestros cuerpos, apaga nuestras pulsiones, mata a la madre. En la superficie aflora la sin razón, la locura (L.Irigaray), la violencia; por debajo, subyace el vacío de maternidad (V.Sau). Las mujeres fuimos privadas de nuestros deseos, de nuestros espacios, del reconocimiento social de nuestra sexualidad específica, de nuestra existencia como mujeres, de la maternidad impulsada por el deseo y el placer. Las danzas del vientre, los baños compartidos, desaparecieron. La mujer se hizo esclava del señor, se cubrió de túnicas para ocultar la sensualidad de su cuerpo. Ser esclava ante todo significa dejar de vivir en función del deseo para sobrevivir en función de la necesidad, en las condiciones impuestas por la autoridad competente. ‘El hombre te dominará’, ‘parirás con dolor’ y ‘pondré enemistad entre ti y la serpiente’... así resume el Génesis la nueva civilización que se levanta contra las sociedades maternales (Bachofen), matrifocales, vertebradas desde la díada madre-criatura (Martha Moia), en la abundancia de la líbido materna y de su función social benefactora. La mujer viviendo sin deseo, su cuerpo violado, engendra, gesta y pare sin deseo, con dolor. El útero en lugar de relajarse, distenderse y abrirse tiernamente y con suavidad, con lentos latidos de placer, lo hace con espasmos violentos y dolorosos calambres de los músculos contraídos (Leboyer). La mujer desconectada de su serpiente, pare con dolor, generación tras generación, y se desconecta de los deseos de sus criaturas; se vuelve madre patriarcal capaz de reprimirlas y de escuchar su llanto sin conmoverse. Las criaturas humanas hemos sido privadas del más elemental de los derechos: el de tener madre. Todas (prácticamente) hemos carecido del cuerpo a cuerpo con la madre, del contacto piel con piel con la madre, de la sexualidad básica de nuestra vida, donde se cargan las pilas y se organiza todo el desarrollo ontogénico. Esto ha sido comprobado recientemente por la neurofisiología (Nils Bergman...): lo han llamado ‘survival mode’: nos desarrollamos en un estado de supervivencia, que no es el propio de nuestra condición humana. Al quitarnos la madre, nos cortan las raíces de la vida, como a los bonsais. El matricidio biológicamente es una alternación profunda del ecosistema básico de la vida humana, que tiene por objeto impedir el desarrollo de las criaturas humanas según su deseo de bienestar y de complacencia, y poder socializarlas según la Ley del Padre. Decía Amparo Moreno que “sin una madre patriarcal que inculque a las criaturas ‘lo que no debe ser’ desde su más tierna infancia, que bloquee su capacidad erótico-vital y la canalice hacia ‘lo que debe ser’, no podría operar la Ley del Padre que simboliza y desarrolla de una forma ya más minuciosa ’lo que debe ser’”. San Agustín lo dijo de una manera muy sucinta: “dadme otras madres y os daré otro mundo”. Un mundo con falsas madres. En verdad, como dice Victoria Sau, todas y todos hemos sido huérfanos de madre.

La recuperación de la maternidad


Durante muchos decenios las mujeres hemos luchado por recuperar la dignidad, y dejar de ser socialmente inferiores o sometidas. Hemos rechazado la maternidad patriarcal, que nos esclavizaba y nos encadenaba a la tarea de reproducir y socializar a las criaturas conforme a la Ley del Padre, tal como decía A.Moreno. Aunque todavía tenemos mucha sociedad patriarcal interiorizada inconscientemente, la recuperación de este mínimo de dignidad, nos ha permitido vivir de otra manera la experiencia de la maternidad (Adrienne Rich). Como el mismo Freud reconoció, ‘el continente negro inexplorado’ sigue estando ahí, y los vientres todavía palpitan; socialmente fuimos vencidas, pero, en la sombra de la cultura, nuestros cuerpos y su libido permanecieron. La experiencia de la maternidad convulsiona nuestros cuerpos y hace latir el útero; y desde ese pedazo de dignidad recuperada, recuperamos retazos de la sexualidad perdida, algún atisbo de la mujer prohibida y de la madre entrañable desterrada en el Hades. Después de haber sido socializadas gen-erizada-mente, nos desconstruímos para vivir gen-eros-a-mente (Isabel Aler) La experiencia de la maternidad desde la dignidad recuperada, produce y recupera también el deseo materno (el ‘mutterlich’ de Bachofen). Hoy las ciencias experimentales han venido a corroborar la correlación entre deseo y fisiología, entre privación de la sexualidad y parto con dolor, entre privación de placer y la violencia que asola el mundo; entre el Poder y el sufrimiento humano. En lo que alcanzo a ver, creo que las mujeres hemos empezado a tomar en nuestras manos la recuperación de la maternidad. Nuestros hermanos nos ayudan. Nuevos arturos se tatúan serpientes en las muñecas y se niegan a bajar el estandarte del dragón. Y aunque la transición sea lenta, y la Santa Inquisición todavía queme algunas brujas, ni Hércules ni Perseo; ni San Jorge, ni San Patricio, ni la Virgen María ni el Arcángel San Miguel podrán volver a aplastar la serpiente, al menos de una manera tan tajante y tan definitiva como en los comienzos. La conquista de la cuota de dignidad alcanzada por el feminismo es irreversible; y la in-dignación nos ha permitido tocar fondo en nuestro cuerpo, despertar sus pulsiones y su libido, recuperar la fuerza del deseo materno. El deseo materno nos impide mantener los ojos cerrados, porque necesitamos un mundo habitable para nuestros hijos e hijas.



Fidel Castro. Reflexiones